El poeta Floriano Martins en busca del surrealismo
Alfredo Fressia
Un
balance honesto de todo lo que el Modernismo brasileño legó debe
incluir, en rojo y en el “debe”, esa especie de nacionalismo
endémico que recorre la historia literaria del Brasil en el
siglo XX, la paradójica antropofagia ejecutada por un indio
rousseauniano, según la imagen del crítico Franklin de Oliveira,
que impide hasta hoy el diálogo fluido con el resto del
Continente. No se trata sólo de insularidad lingüística, por más
que ésta pese, sino de cierta vocación brasileña por el
monólogo, autoritaria, mientras otras culturas latinoamericanas
buscan el diálogo. La reacción a ese provincianismo cultural no
suele ir más allá del ámbito académico, en particular el
esfuerzo de los departamentos de Español de las universidades, y
casi nunca surge desde las manifestaciones artísticas, desde la
actividad cultural como creación.
El poeta Floriano Martins (Fortaleza, 1957) es de los pocos
artistas que se inscriben en esa reacción que implica una
búsqueda, casi empecinada, del contexto continental, incluso
como manera de comprender y evaluar mejor la cultura de su país.
De Angel Rama se murmuraba que no dormía. De Martins se podría
sospechar que ha hecho un pacto con los dioses solares del
tiempo en su moroso Ceará natal, y que de ese pacto surge la
versatilidad de su obra, desde su trabajo como traductor del
español (es responsable, por ejemplo, de la ardua versión al
portugués de Delito por bailar el chachachá de Cabrera Infante,
o la de los Poemas de amor de García Lorca, ambas en 1998), su
ensayística (El corazón del infinito. Tres poetas brasileños,
Toledo, España, 1993, para citar uno, “interlingüístico”). Y
también sus clases, encuentros, performances en Panamá o Costa
Rica o México, sus diálogos con poetas latinoamericanos,
publicados algunos en internet, otros en el espléndido Escritura
conquistada, de 1998, donde comparecían las uruguayas Amanda
Berenguer y Circe Maia, sus artículos instigadores, tantas veces
rebeldes frente al establishment del periodismo cultural,
en diarios brasileños, portugueses, latinoamericanos, de
Argentina a México. Y todo esto sin olvidar la sólida obra
poética que viene construyendo (que incluye piezas en lengua
española), y que reunió, en parte, en su Alma em chamas de 1998.
En 2001, aparecieron los poemas de Cenizas del sol, en versión
trilingüe (español, portugués, inglés) en Andrómeda, una lujosa
edición costarricense, presentados en contrapunto con las
imágenes de las esculturas de Edgar Zúñiga, uno de los mayores
artistas plásticos de Costa Rica. El libro se cierra con dos
entrevistas, la realizada por Martins a Zúñiga y la inversa. Se
trata de trece poemas en prosa de 1991 (publicados entonces en
Río de Janeiro), cuya versión inglesa, a cargo de Margaret Jull
Costa, había figurado en The myth of the world (The
Dedalus Book of Surrealism), Londres, 1994, y que la actual
edición costarricense reproduce. La versión española estuvo a
cargo del poeta uruguayo Saúl Ibargoyen y del mexicano Benjamín
Valdivia.
Desde el título, sugerido por un pasaje de Arcane 17, de André
Breton, el texto se inscribe en la vertiente surrealista que
signa gran parte de la obra de Martins, una poesía renuente a
los “ismos”, pero que encuentra en la escritura automática una
manera, poderosa en su caso, de reacción frente al parnasianismo
burocrático y residual de cierta poesía brasileña.
El año 2001 también marcó la aparición de Extravio de noites/
Extravío de noches, once poemas sin títulos, algunos en prosa,
presentados por Ed. de Orpheu de Caxias do Sul, Río Grande, en
forma bilingüe, portugués y español. Se trata de una paradójica
poesía erótica donde el cuerpo comparece mediado por espejos,
fotos, páginas (“las páginas de tu cuerpo”), al punto que
el verdadero motivo temático del poemario resulta la memoria,
“cena de fantasmas, la memoria/ sirviendo sus mejores platos”.
La obra más significativa de Martins en 2001, aparecida a fines
del año, se encuentra sin embargo en O começo da busca. O
Surrealismo na poesia da América Latina, en Ed. Escrituras,
de San Pablo. Se trata de la primera antología de poesía
surrealista latinoamericana, precedida de un ensayo
introductorio y seguida por cinco artículos y entrevistas.
Existen sin duda antologías locales, además de la Antología de
la poesía surrealista latinoamericana, México, 1974, del rumano
Stefan Baciu y la Antología de la poesía surrealista (en lengua
española) de Ángel Pariente, 1985, o experiencias como la
Antología de la poesía surrealista de lengua francesa, Buenos
Aires, 1961, de Aldo Pellegrini. Pero falta en ellas, en
particular en la de Baciu, “latinoamericana”, la presencia de
los poetas brasileños. Martins viene a llenar ahora ese vacío
literalmente “continental”.
Para su factura, Martins desecha la tesis de Baciu de un
“parasurrealismo”, es decir, incorpora el grupo de poetas cuya
obra incluye una vertiente surrealista, pero que no asumen, o no
siempre asumen los preceptos del movimiento. Descartada la
exigencia de fidelidad al estricto método surrealista de
creación, Martins se siente autorizado a incluir, por ejemplo,
la obra de Octavio Paz durante los '50, y si excluye una obra
como la de Olga Orozco, es meramente por una ineludible
negociación editorial de espacio y representatividad. Por otro
lado, el autor rechaza la idea de Surrealismo ligada a un tiempo
histórico, como un “ismo” más entre el aluvión de las
vanguardias modernas, una periodización que podría propiciar
cierta idea de “atraso” diacrónico, en el Continente, respecto
al movimiento parisiense de 1924.
En 1974 Octavio Paz reunió artículos y conferencias sobre el
surrealismo en su libro La búsqueda del comienzo, que implicó
“una delimitación de raigambre historicista a la acción
surrealista”. Martins prefiere “el comienzo de la búsqueda”,
que da título a su volumen, a sabiendas de que el surrealismo no
es intrínsecamente “hecho histórico” sino ángulo de contrapunto
a la poesía constructivista que también atraviesa la poesía
continental. “Toda la modernidad”, dice Martins, “aun
en sus avatares esteticistas o cientificistas, sufrió el impacto
de una erupción onírica u obtuvo al menos la información de un
fervor animista, sea en el vientre oculto de su propia matriz
cultural o despertado por identificación con otras culturas”.
Y uno agregaría: toda la modernidad, menos la uruguaya.
No hay, en efecto, un único uruguayo entre los doce poetas,
largamente ilustrados, de esta antología. El “(casi)
inexistente surrealismo uruguayo” del que habla el poeta
Eduardo Espina (“De la jungla de Lautréamont a Selva Márquez”,
Revista Iberoamericana, 1992) brilla, literalmente
registrado, por su ausencia. Y esa carencia está sin duda en la
base de cierto “tono menor” de la lírica nacional que atraviesa
el siglo XX desamparada, conformada muchas veces frente al
constructivismo positivista y burgués.
Martins privilegió la sólida representación de cada poeta, y no
el número de autores. Comparecen aquí: Aldo Pellegrini
(Argentina, 1903-1973), el poeta que desde la revista Qué,
de 1928, divulgó y trabajó el automatismo; César Moro (Perú,
1903-1956), el limeño de lengua francesa que rehusó su idioma
materno, a veces aun en su vida privada, pero volvió a ella en
México, tal vez movido por el amor de un hombre; Enrique Molina
(Argentina, 1910-1996), el surrealista heterodoxo y apasionado;
Emilio Adolfo Westphalen (Perú, 1911-2001), compañero de Moro
aun en sus provocaciones contra Vicente Huidobro; Octavio Paz
(México, 1914-1998); Enrique Gómez-Correa (Chile, 1915-1995),
poeta del grupo Mandrágora, de la noche y la magia del “poema
negro”; Juan Sánchez Peláez (Venezuela, 1922), propulsor del
surrealismo en su país; Ludwig Zeller (Chile, 1927), creador de
la Casa de la Luna, perseguido en su país, residente
después en Canadá y hoy día en México; Juan Calzadilla
(Venezuela, 1931), un pilar de la mítica revista El techo de
la ballena en la Caracas de los '60; Roberto Piva (Brasil,
1937) y Sérgio Lima (Brasil, 1939), los dos poetas de lengua
portuguesa que, junto a Claudio Willer, se inscriben en una
vertiente surrealista que al mismo tiempo rechaza los principios
programáticos del movimiento; y Raúl Henao (Colombia, 1944),
quien propone enlazar embriaguez y sobriedad, sueño y vigilia.
Sin duda, como toda antología, hecha además por un poeta, el
conjunto revela y pone “en abismo” el doble juego entre la
representatividad y la estética del antologista. Para ampliar
las perspectivas de acceso al surrealismo continental, Martins
cierra el volumen con cuatro entrevistas conducidas por él mismo
en los últimos años (a Roberto Piva, a Ángel Pariente, a
Francisco Madariaga y a Sérgio Lima) y un artículo sobre la
estética de Enrique Molina. Por vocación, el libro importa en
todo el Continente, pero acaso más entre nosotros, y justamente
por el motivo inverso, por la falta de esa vocación irracional y
onírica en el positivo, cartesiano Uruguay. |