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Revista de Cultura nº7
Fortaleza/ São Paulo, outubro de 2000
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WIRIKUTA: LA CAZA DEL VENADO
Víctor Sosa

agsosa1.jpg (6857 bytes)O poeta Víctor Sosa (1956) é uruguaio de nascimento, tendo adquirido a nacionalidade mexicana em 1983. Publicou, em 1999, uma seleção de poemas de João Cabral (Poesía y composición, México), além de haver ganho bolsa para a tradução de Farewell, de Carlos Drummond de Andrade. Foi colaborador fixo da revista Vuelta, e segue escrevendo para importantes jornais e revistas, no México e em outros países hispano-americanos, assinando textos tanto de crítica literária quanto de artes plásticas, sendo ele próprio também destacado pintor. Sua obra poética compreende os títulos: Sujeto omitido (1983), Sunyata (1992) e Gerundio (1996). Além deles, publicou dois importantes volumes de ensaio: La flecha y el bumerang (1997) e El Oriente na la poética de Octavio Paz (2000). A seguir, um de seus inéditos. (F.M.)


 

 Llegamos a Wirikuta:el Desierto de los huicholes. 

Nos alojamos en casa de Tomás quien nos recibe de manera amable y nos resuelve las necesidades básicas: habitación, lugar donde comer y ruta segura hacia el peyote – evitando judiciales y demás alimañas. Temprano, al día siguiente, partimos hacia Las Margaritas – zona de reserva ecológica donde, previo pago de veinte pesos, podemos pernoctar sin mayores riesgos. 

Asombro: el Desierto hecho un vergel; florecido, verde, vibrátil.

Explicación: Abundancia de lluvias la semana anterior – cosa infrecuente en estos páramos. Julio – amable conductor que nos llevó en su Jeep modelo ´56 hasta Las Margaritas– nos comenta que, en ocasiones, pasan hasta cuatro años sin llover.

El Desierto acoge esa lluvia y la almacena por años en su entraña. 

Wirikuta: enorme matriz húmeda recubierta de pétrea piel de escamas; enrollada serpiente que dormita.

Ejemplo de economía, de contención, de sabia sobrevivencia, de introspección vital es el Desierto. Se aferra la vida a sí misma allí, se potencia en el espesor de la canícula, y late sigilosa.

Recogimos el híkuri

Lo cortamos con cuchillo o navaja dejando la indemne raíz en lo profundo para que luego revene. Se ocultan los botones debajo de la gobernadora que protege; se ocultan y, de pronto, se ofrecen al buscador, se ofrendan, casi, al sacrificio. No cortamos el primero – el primero es reconocimiento; el primero inicia la senda. Saluda.

Acampamos frente a un pequeño estanque donde nos esperaban una garza y un pato. A lo lejos, las montañas azules y ondulantes, y la silueta del tren. 

Me detengo en el tren: 

La última vez que fui al Desierto – hace ya ocho años – el tren aún era de pasajeros, resueltamente incómodo, con asientos de madera, repleto de silenciosos indígenas. Se tardaba una barbaridad ya que podía detenerse en los lugares más imprevistos sin motivo aparente. Ahí veíamos, sentíamos el estar – la composición de lugar que se afianzaba en ese salirse de sí en la quietud. Vértigo de lo lento: el tren penetrando en el Desierto. 

Algoritmo del México eterno y profundo, el tren – o, con mayor exactitud, el ferrocarril (vocablo que dibuja la larga homofonía de su forma) – ya era una suerte de atenta iniciación, de digna entrada en el Desierto.

Ahora lo compraron los japoneses y sólo es usado para transportar piezas de Nissan; se compone de innumerables vagones herméticamente cerrados y cruza veloz e indiferente los páramos potosinos.

El tren ya no mira hacia afuera, no se detiene – asmático y chirriante – en alguna inhóspita curva a resoplar, a formar parte del páramo, a confundir sus férreos óxidos con el polvo y el viento de ningún camino. 

Es una máquina ciega que pasa, que atraviesa y que no mira. 

Cumple ahora un periplo eficaz, cronométrico y productivo, ya no se adentra en la nada atemporal como antaño, y esa mudanza del tren me genera tristeza, me despierta el sentimiento de lo siniestro, un aciago sentir difícil de explicar aquí – y tal vez sólo explicable en la vivencia.

¿Qué sentirá, ante ese cambio, la gente del Desierto? ¿Algo habrá cambiado en ellos desde que el tren es otro, desde que se convirtió en una sombra nipona rasgando el silencio y las tolvaneras?

Regreso al estanque ahora:

Calculo que medía unos ochenta metros de diámetro; circular como una ofrenda huichola que vimos en el alto terraplén – ofrenda de piedras en el polvo señalando al cielo. 

Nos ubicamos debajo de una frondosa y nervuda acacia para protegernos del sol.

Entonces:

Vimos llegar – después de la simple música de los cencerros que ya las anunciaba – a un numeroso grupo de cabras dispuestas a abrevar; hombres y bestias nos miramos, nos reconocimos mutuamente; no se molestaron por nuestra presencia; parsimoniosas, se alejaron y se echaron bajo la sombra de algunos árboles. 

Vimos llegar a tres caballos adultos con un negro potrillo saltarín de patas como agujas; bebieron, jugaron el libre juego de los potros, nos ignoraron, siguieron su camino.

Vimos llegar a cuatro apacibles vacas color café con leche que, luego de beber, de medir nuestra presencia con sus acuosos ojos perrunos – pero desprovistos de ansiedad –, también se marcharon.

Vimos gusanos, muchos gusanos de colores. El simpático medidor, así llamado porque levanta su cuerpo para avanzar y luego estira la cabeza, en lugar de hacerlo horizontalmente sobre sus anillos como casi todos sus congéneres.

Vimos flores de colores planetarios nacidas de cactus pitagóricos. 

Vimos la Vida aferrada a las ramas de un árbol centenario y vimos

el movimiento cascabel de su corteza ascendiendo hacia las hojas más tempranas.

Vimos pájaros que, desde su giratoria cúspide de alas – alto azor del Desierto –, nos veían. 

Vimos el pacto de lo real en lo compacto, vimos
colores y formas y sonidos naciendo de lo Mismo, 
múltiplos veloces de lo Único – vibrátil rapidez de la quietud.

agsosa2.JPG (32593 bytes)Eso fue lo que vimos.

Y sentimos la sed de las espinas

en las pantorrillas, en las manos inexpertas, en las urbanas ingles.

Las espinas dichosas, el dolor
dichoso de las espinas defensoras
atravesando la epidermis – la humana 
membrana epitelial –, llegando hasta la sangre,
hiriendo allí al intruso que alocado
pretendía pasar.

Por aquí no pasas – le dice el cactus.
Aquí estoy yo y no pasas – dice en su vigilante quietud,
en su asombrosa y enraizada existencia, el cactus.

Cientos de miles de tipos de cactus,
cactáceas, nopales, gobernadoras, erizados arbustos desafiantes, 
agujas, puntas, púas: poderosos misiles diminutos
hacia las seis direcciones predispuestos,

reunidos en ese concierto de silencios, 
seductores en virtud de sus formas: geométricos 
algunos, caprichosos y ondulantes otros, 
octogonales, caleidoscópicos, islámicos, 
perfectos en su áurea proporción.

Saben, seguramente, su hermosura 
y así se lucen con sus letales lanzas que los cubren.

Es Sebastián quien se acerca y pide tus saetas.

Cactus de mi dolor me multiplico 
para ceder mi carne a tus espinas,
para dejar de ser tan solamente 
yo y salir a tu encuentro y agolparme
en esa mi herida que me aguardas.

Pero al cactus le hablamos con los ojos,
hablamos desde el alma con los ojos
porque el Desierto oye en el silencio 
– así sabe escuchar – y mira en el silencio 
y entiende – sobre todo – en el silencio. 

La noche adviene ahora:
pardean las montañas a lo lejos, la sombra 
las propulsa a ser volumen, las reviste de cuerpo,
de solidez, de grávida presencia.

Y luego – después del zenit de su realidad – comienzan 
a velarse, a perder sus aristas y contornos;
se azulean y ahondan – lentamente –,
abisinios camellos las montañas.

agsosa3.JPG (36364 bytes)El cambio es lento pues la atención de la mirada le proporciona duración. Dura el crepúsculo y dura el tiempo necesario, el tiempo justo; se retira la luz sin prisa de la escena, observando las sombras, observando el avance de las sombras retrocede la luz, recula en la curva terráquea, se desliza hasta desvanecerse absorbida por el abismo de lo negro.

Y lo negro canta
(el canto es la chispa de lo negro que enciende los sentidos).

La noche se llena de sonidos: comienza a croar.

Son millones de ranas – las vimos al levantar las piedras para construir un círculo de protección en torno nuestro (la noche siempre exige protección) –; diminutas ranas incontables saltando delante de los pies y que nos da miedo, nos da culpa, pisar por accidente. Es claro que salen del estanque; provienen del agua – como la vida misma – y ellas mismas son agua que brinca ahora y canta. Ranas: catarata cantora que se incendia.

Lucero
(el primero inicia la senda. Saluda).

Aparece el lucero y el estanque se prende más de voces. Sin embargo, prevalece una voz mayor, un croar bronco, penetrante, estridente, que se impone. 

Apareos adentro de la noche.

Al fondo del silencio se difunde un coral de croares como un telón de ámbar.

Y la música oscila:
sonoros saltos en lo obscuro, el canto
– porque en la noche, aquéllos que no duermen, cantan.

Salirse de sí para ser música, para entender sin partituras esa música.

Todo se teje allí: se entreteje 
la constelación del croar, abajo,
con la constelación estelar, arriba

(ahora repleto el cielo de sonidos, abierta
al fin la senda de los astros).

Cada croar es un quasar 
(quasi star o casi estrella) que estalla y vuelve a estallar 
intermitente: un único latido encabalgado
en la penumbra de la calma. ¿Calma?

Calma inquieta – molecular, vibrante, ondulatoria -;
fricciones diminutas de lo Mismo.

No, no hay calma aquí, 
hay atareado trasiego de las cosas 
que sin cesar demudan, se deshacen 
en nueva forma efímera, y entonces 
soplan – algo soplan las cosas por ahí –, silban 
los seres de las cosas – los duendes de la piedra 
o de la nube, o de la hormiga múltiple –; metástasis, Arjuna, 
ramaje incandescente de raíces que va quemando adentro,
abriendo surcos, arrancando los ojos de los hijos (ciego 
Edipo de Tebas, hija y hermana Antígona te guía), 
porque todo es volcán y cruje y "Todo arde" (Buddha 
y Heráclito de Éfeso sabían); la eternidad se traga a Cronos,
trágase se vomita se devora heces del sol en eclosión 
en tierra; el mundo madera de difuntos
árboles: tambores

templos – tractatus – cactus.

Hecatombe la flor.

Una contienda es lo que pasa.
Una constante contienda sin cuartel – es lo que pasa. 

Velamos en la noche.

Atravesamos la noche frente a un fuego pobre que no llega a fogata porque la madera verde que cortamos con las manos no quiere arder – no era para que ardiera, tan temprana, fibrosa, tan llena de sabia en su interior. Con las manos: unidos en un esfuerzo físico que estimula y lacera y, de pronto, se transforma en danza. Aprendemos que, en lugar de aplicar la fuerza, debemos acometer un giro aferrados a la rama demasiado vigorosa como para partirse fácilmente, y en ese giro – que llamamos "El minué" – el árbol cede, nos entrega su rama vencido por la Danza – y la danza y el árbol y la rama, al fin devienen fuego.

Además del fuego verde, encendemos cuatro velas como ofrendas a un costado del círculo – y se diría que arden mejor. 

El círculo es un templo trazado con piedras efímeras ("No quedará piedra sobre piedra") que nos protege.

¿De qué nos protege? Del miedo ancestral, nos protege – y además es una célula, una matriz, una placenta, un cosmos.

El círculo es el necesario orden natural.

Todo tiende al círculo:

las curvas del gusano que avanza sobre la rama trazan círculos incompletos; las ramas: bocetados círculos aéreos; el noctámbulo deambular de los coyotes, el fuego: la mirada, las libélulas sobre el cóncavo estanque. ¿Y qué dibujan las ranas en su salto, y las hojas, los árboles, el híkuri, el vasto mar lejano, las ideas, el amor de Venus que me rige y Marte que me agobia? 

El universo traza en su espiral un círculo.

Como explicaba Niccolo Tartaglia en su Nova scientia (Venecia, 1537), no hay línea recta en el desplazamiento de un cuerpo grave; la bala traza una curva en el espacio, aunque nuestra vista cree percibir una recta, igual que ante un mar calmo creemos percibir una superficie plana cuando es, en verdad, esférica.

"Todo lo recto miente – murmuró el gnomo con desdén. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo" y "curvo es el sendero de la eternidad" – decían el gnomo y Zaratustra.

Dios es un círculo.

La realidad circundante es circular: 

el estanque, el croar, las montañas, el híkuri, el coyote que acecha, la transformación de la flor en fauna, la Osa Mayor, el fatuo fuego efímero, la esmeralda en la mirada, las manos, las manos, el recorrido de mis manos sobre tus manos: redondo, redondo; mira como rueda la Rueda de todo lo creado, de todo lo visible y lo invisible (pero de lo invisible no se habla), el rodar del Todo que sólo se manifiesta en lo distinto. 

La indiferencia de lo múltiple. 

agsosa4.JPG (46811 bytes)Es circular.

Y todo es soplo, todo
es el mismo hálito que pasa
– y qué poco vemos si no vemos
más allá de aquello que se expresa:

La rana es pájaro,
las montañas son agua,
cactus el fuego,
la flor espina que respira,
música la piedra, piedra
el frío aire poroso,
colibrí el colibrí, 
pantera la cascabel que anhelo y que me habita. 

Nosotros somos lodo somos hombres 
somos las hojas caídas de ese árbol somos
lo que aún no sabemos que ya somos.

Velamos ahí. 

Sin pensar, sintiendo la pisada desprovista de pie, el canto largo y mudo de la noche porque, de pronto, "se hizo un silencio como de media hora en el cielo" – como reza el Apocalipsis – y en ese silencio el girar y las ranas dormidas o expectantes; un silencio semejante a un paño de seda deslizándose en el aire como una mantarraya bajo el mar.

Así sentimos la Presencia, la Conciencia sin objeto – atenta y percibiéndose a sí misma con los ojos abiertos.

Párpado es lo real.

Cerrar o abrir los ojos, es lo mismo; vivir o dejar de vivir, es lo mismo.

Sin embargo, el frío se siente (no es lo mismo) y hay que cubrirse y abrazar al Conejo – y cerramos los ojos y aparece un venado con piel de peyote que nos mira: venado-iguana-crustáceo-del-Desierto que nos mira, y un híkuri que sangra. 

Quien nos mira es Káuyúmari: el Venado Celeste. Trinidad huichola que protege, Káuyúmari se ofrenda y de su sangre nace a la vez el hikú o maíz y nace híkuri: el corazón del venado celestialque sangra. 

Allí lo vimos. Allí – mejor sería decir – nos acogió con su mirada y nos brindó su sangre y entramos, por instantes, en su reino. 

Y vimos un desfile de flores – sin metáfora: literalmente un desfile de flores – y ondular ondular ondular de gusanos, serpientes marinas y terrestres, ágiles culebras en una interminable danza invertebrada.

La serpiente es el círculo:

la derviche danza giratoria, y aún cuando ondula,
cuando duerme, cuando se acopla en carnal abrazo, cuando
silba y se alza sobre sus anillos.

Cerramos los ojos para ver: vemos vibrar el mundo.
Abrimos los ojos para ver: vemos venir la luna de allá hondo,
la glauca y ascendente rebanada de luz bañando el ojo sin párpado del lago,
iluminando como en un susurro – arrullo blanco de la flor.

Y entonces se perfilan las montañas, las cercanas acacias, el resplandor de las arenas que – en cada uno de sus granos – repiten al astro con su luz. 

Relámpago perpetuo.

Amanece. 
Llega a su fin lo eterno de la noche.

El periplo se cierra.
Otra vez las nítidas montañas a lo lejos, otra vez
la rectilínea del tren surcando el polvo,
el agua que, con los primeros pájaros, despierta.

También el árbol que nos cubre deja
de ser araña protectora y regresa a ser árbol:
nervuda acacia en su raíz enhiesta. 

Todo se transfigura en la aceptada 
verdad que los sentidos reconocen.
Lo singular retorna a su apariencia. 

Nada del otro mundo, por supuesto: nuestro planeta completó una revolución sobre su eje y fuimos testigos y partícipes, y sabemos y queremos que ese milagro sea permanente.

Pertenecemos un poco más.

Cuando Julio llegó a recogernos en su viejo Jeep, no lo sabíamos, pero pertenecíamos un poco más.

Eso es todo; eso
fue todo.

Salimos de Wirikuta como de una batalla.
Miramos las últimas gobernadoras amarillas al borde del camino.
Unos perros escuálidos, en vano, les ladran a las ruedas.

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